La necesidad de una revolución

Extrait de : Pierre Kropotkin – Palabras de un rebelde. C. Marpon et E. Flammarion, 1885 (pp. 17-24).

Hay momentos en la vida de la humanidad en los que la necesidad de una tremenda sacudida, un cataclismo, que sacuda a la sociedad hasta sus cimientos, se hace imperativa en todos los sentidos. En esos momentos, todo ser humano de corazón empieza a sentir que las cosas ya no pueden seguir como están; que se necesitan grandes acontecimientos que rompan bruscamente el hilo de la historia, que saquen a la humanidad del atolladero en el que se ha quedado y la lancen por nuevos caminos, hacia lo desconocido, en busca del ideal. Se intuye la necesidad de una revolución, inmensa, implacable, que no sólo derribe el régimen económico basado en la fría explotación, la especulación y el fraude, sino que también derribe la escala política basada en la dominación de unos pocos mediante la astucia, y mentiras, sino también para agitar la vida intelectual y moral de la sociedad, para sacudir el letargo, para rehacer la moral, para traer en medio de las pasiones viles y mezquinas del momento el aliento vivificante de las pasiones nobles, de los grandes impulsos, de la devoción generosa.

En estos tiempos, cuando la orgullosa mediocridad sofoca toda inteligencia que no se inclina ante los pontífices, cuando la mezquina moral de la clase media justa es la ley, y la bajeza reina victoriosa, – en estos tiempos la revolución se convierte en una necesidad; Los hombres honestos de todas las clases sociales llaman a la tormenta, para que venga a quemar con su aliento ardiente la peste que nos invade, se lleve el moho que nos roe, remueva en su marcha furiosa todos los escombros del pasado que nos sobrevuelan, nos asfixian, nos privan de aire y de luz, para que por fin dé al mundo entero un nuevo aliento de vida, de juventud y de honestidad.

Ya no es sólo la cuestión del pan lo que se plantea en estos tiempos; es la cuestión del progreso frente al inmovilismo, del desarrollo humano frente al embrutecimiento, de la vida frente al fétido estancamiento del pantano.

La historia nos ha conservado el recuerdo de una época así, la de la decadencia del Imperio Romano; la humanidad atraviesa ahora una segunda.

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Al igual que los romanos de la decadencia, estamos ante una profunda transformación que se está produciendo en la mente de las personas y que sólo requiere de circunstancias favorables para traducirse en realidad. Si la revolución es necesaria en la esfera económica, si se convierte en una necesidad imperiosa en la esfera política, es aún más necesaria en la esfera moral.

Sin vínculos morales, sin ciertas obligaciones que cada miembro de la sociedad crea para sí mismo en relación con los demás y que pronto se vuelven habituales en él, no puede haber sociedad. Encontramos estos vínculos morales, estos hábitos de sociabilidad, en todos los grupos humanos; los vemos muy desarrollados y rigurosamente puestos en práctica entre los pueblos primitivos, restos vivos de lo que fue la humanidad entera en sus comienzos.

Pero la desigualdad de fortunas y condiciones, la explotación del hombre por el hombre, la dominación de las masas por unos pocos, han minado y destruido con el tiempo estos preciosos productos de la vida primitiva de las sociedades. La gran industria basada en la explotación, el comercio basado en el fraude, la dominación de los que se llaman a sí mismos «Gobierno», ya no pueden coexistir con esos principios de moralidad, basados en la solidaridad de todos, que todavía encontramos entre las tribus empujadas a los bordes del mundo vigilado. ¿Qué solidaridad puede haber entre el capitalista y el trabajador que explota? ¿Entre el jefe del ejército y el soldado? ¿El gobernante y el gobernado?

Así vemos que la moral primitiva, basada en este sentimiento de identificación del individuo con todos sus semejantes, es sustituida por la moral hipócrita de las religiones; éstas buscan, mediante sofismas, legitimar la explotación y la dominación, y se limitan a culpar a las manifestaciones más brutales de ambas. Liberan al individuo de sus obligaciones morales para con sus semejantes, y le imponen sólo hacia un Ser Supremo, – una abstracción invisible, cuya ira puede ser evitada y cuya benevolencia puede ser comprada, siempre que sus supuestos servidores estén bien pagados.

Pero las relaciones cada vez más frecuentes que se establecen ahora entre individuos, grupos, naciones, continentes, imponen nuevas obligaciones morales a la humanidad. Y a medida que desaparecen las creencias religiosas, el hombre se da cuenta de que, para ser feliz, debe imponerse deberes, ya no hacia un ser desconocido, sino hacia todos aquellos con los que va a entrar en relación. El hombre comprende cada vez más que la felicidad del individuo aislado ya no es posible; que sólo puede buscarse en la felicidad de todos, – la felicidad del género humano. Los principios negativos de la moral religiosa – «No robes, no mates», etc.- están siendo sustituidos por los principios positivos de la moral humana, que son infinitamente más amplios y crecen cada día. Las defensas de un Dios que siempre podía ser violado, aunque eso significara apaciguarlo después con ofrendas, son sustituidas por un sentimiento de solidaridad con todos y cada uno de los hombres, que le dice al hombre: «Si quieres ser feliz, haz a todos y cada uno de los hombres lo que te gustaría que te hicieran a ti. Y esta simple afirmación, una inducción científica, que ya no tiene nada que ver con las prescripciones religiosas, abre de repente un inmenso horizonte de perfectibilidad, de mejora del género humano.

La necesidad de rehacer nuestras relaciones sobre este principio -tan sublime y tan simple- se siente cada día más. Pero nada se puede hacer, nada se hará así, mientras la explotación y la dominación, la hipocresía y el sofisma, sigan siendo las bases de nuestra organización social.


Se podrían citar mil ejemplos en apoyo de esto. Pero nos limitaremos aquí a una, – la más terrible, – la de nuestros hijos. ¿Qué hacemos con ellos en la sociedad actual?

El respeto a la infancia es una de las mejores cualidades que se han desarrollado en la humanidad en su ardua marcha desde el estado salvaje hasta el actual. ¿Cuántas veces hemos visto al hombre más depravado desarmado por la sonrisa de un niño? – Pues bien, este respeto está desapareciendo hoy en día y el niño se ha convertido en una máquina, cuando no en un juguete para satisfacer pasiones bestiales.


Recientemente hemos visto cómo la burguesía ha masacrado a nuestros hijos haciéndoles trabajar largas jornadas en las fábricas [1]. Allí, son asesinados físicamente. Pero eso no es mucho. La sociedad está podrida hasta la médula y sigue matando la moral de nuestros hijos.

Al reducir la enseñanza a un aprendizaje rutinario que no da ninguna aplicación a las jóvenes y nobles pasiones y a la necesidad de ideales que se revelan a cierta edad en la mayoría de nuestros niños, hace que cualquier naturaleza mínimamente independiente, poética o florida, tome escuela en el odio, se repliegue sobre sí misma o se vaya a otra parte para encontrar una salida a sus pasiones. Algunos buscan en la novela la poesía que les ha faltado en la vida; se atiborran de esa literatura inmunda, fabricada por y para la burguesía, a dos o cuatro céntimos la línea, – y acaban, como el joven Lemaître, abriendo un día el estómago y degollando a otro niño, «para convertirse en famosos asesinos». Los demás se entregan a vicios execrables, y sólo los hijos del término medio, los que no tienen pasiones, ni impulsos, ni sentimientos de independencia, llegan sin accidente «hasta el final». Estos dotarán a la sociedad de su contingente de buenos burgueses de pequeña moral, que no roban, es cierto, pañuelos a los transeúntes, pero que roban «honradamente» a sus clientes; que no tienen pasiones, pero que visitan a escondidas a la casamentera para «quitarse la grasa tan monótona del guiso», que se pudrirán en su pantano, y que gritarán ¡haro! a quien se atreva a tocar su molde.

¡Tanto para el niño! En cuanto a la niña, la burguesía la corrompe desde una edad temprana. Lecturas absurdas, muñecas vestidas de camelias, trajes y ejemplos edificantes de la madre, charlas de tocador, – nada faltará para hacer de la niña una mujer que se venderá al mejor postor. Y esta niña ya está sembrando la gangrena a su alrededor: ¿no miran los niños de la clase trabajadora con envidia a esta niña bien vestida y de aspecto elegante, una cortesana a los doce años? Pero si la madre es «virtuosa», -a la manera de las buenas mujeres burguesas-, ¡será aún peor! Si la niña es inteligente y apasionada, pronto llegará a apreciar el verdadero valor de esta moral de dos caras, que consiste en decir: «¡Ama a tu prójimo, pero expólialo cuando puedas! Sé virtuosa, pero sólo hasta cierto punto, etc.» – y sofocada en esta atmósfera de moral tartufeña, no encontrando nada en la vida que sea bello, sublime, excitante, que respire verdadera pasión, se lanzará de cabeza a los brazos del primer hombre que aparezca, – siempre que satisfaga sus apetitos de lujo.


Examinad estos hechos, meditad sobre sus causas y decid si no tenemos razón al afirmar que es necesaria una terrible revolución para eliminar la mancha de nuestras sociedades, hasta sus raíces, pues mientras las causas de la gangrena permanezcan, nada se curará.

Mientras tengamos una casta de holgazanes, mantenida por nuestro trabajo, con el pretexto de que son necesarios para dirigirnos, – estos holgazanes serán siempre un foco pestilente para la moral pública. El hombre ocioso y anquilosado, que toda su vida está en busca de nuevos placeres, en el que todo sentido de solidaridad con los demás hombres es matado por los mismos principios de su existencia, y en el que los sentimientos del más vil egoísmo son alimentados por la misma práctica de su vida, – este hombre se inclinará siempre hacia la más grosera sensualidad: degradará todo lo que le rodea. Con su bolsa de dinero y sus instintos brutos, prostituirá a la esposa y al hijo; prostituirá el arte, el teatro, la prensa, -ya lo ha hecho ahora-, venderá su país, venderá a sus defensores, y, demasiado cobarde para masacrarse a sí mismo, hará masacrar a la élite de su país, el día que tenga miedo de perder su bolsa de dinero, única fuente de su disfrute.

Esto es inevitable y los escritos de los moralistas no cambiarán nada. La plaga está en nuestras casas, la causa debe ser destruida, y aunque procedamos con fuego y hierro, no debemos dudar. La salvación de la humanidad está en juego. »

Pyotr Alekseevich Kropotkin

[1] Estas líneas fueron escritas en relación con el informe de la señora Emma Brown sobre el trabajo infantil en las fábricas de Massachusetts, publicado en el Atlantic Monthly. – La Sra. Brown, tras visitar la mayoría de las fábricas del estado, en compañía de un conocido economista, comprobó que en ningún lugar se respetaba la ley de trabajo infantil. En todas las fábricas encontró a estos niños trabajadores, y el aspecto de estas pobres criaturas le demostró que ya llevaban en sus frágiles cuerpos la semilla de la enfermedad crónica: anemia, deformidades físicas, tisis, etc. El 44% -casi la mitad de todos los trabajadores de las fábricas de Massachusetts- son niños menores de quince años. ¿Y por qué los fabricantes prefieren a los niños? – Porque sólo se les paga una cuarta parte (24 0/0) de lo que se paga a un trabajador adulto.

Sabemos que, a pesar de las leyes que supuestamente protegen a los niños, las fábricas e incluso las minas de carbón de Europa están repletas de niños, que a menudo trabajan incluso sus doce horas.

Traducido por Joya

Original: www.socialisme-libertaire.fr/2016/05/la-necessite-de-la-revolution.htm